Será tarea de la pastoral vocacional
ofrecer puntos de orientación para un camino fructífero. Un elemento central
debe ser el amor a la Palabra de Dios, a través de una creciente familiaridad
con la Sagrada Escritura y una oración personal y comunitaria atenta y
constante, para ser capaces de sentir la llamada divina en medio de tantas
voces que llenan la vida diaria. Pero, sobre todo, que la Eucaristía sea el “centro vital” de todo camino
vocacional: es aquí donde el amor de Dios nos toca en el sacrificio de Cristo,
expresión perfecta del amor, y es aquí donde aprendemos una y otra vez a vivir
la «gran medida» del amor de Dios.
Palabra, oración y Eucaristía son el tesoro precioso para comprender la belleza
de una vida totalmente gastada por el Reino.
Deseo que las Iglesias locales, en todos
sus estamentos, sean un “lugar” de
discernimiento atento y de profunda verificación vocacional, ofreciendo a los
jóvenes un sabio y vigoroso acompañamiento espiritual. De esta manera, la
comunidad cristiana se convierte ella misma en manifestación de la caridad de
Dios que custodia en sí toda llamada. Esa dinámica, que responde a las
instancias del mandamiento nuevo de Jesús, se puede llevar a cabo de manera
elocuente y singular en las familias cristianas, cuyo amor es expresión del
amor de Cristo que se entregó a sí mismo por su Iglesia (cf. Ef 5,32). En las
familias, «comunidad de vida y de amor»
(Gaudium et spes, 48), las nuevas generaciones pueden tener una admirable
experiencia de este amor oblativo. Ellas, efectivamente, no sólo son el lugar
privilegiado de la formación humana y cristiana, sino que pueden convertirse en
«el primer y mejor seminario de la
vocación a la vida de consagración al Reino de Dios» (Exhort. ap.
Familiaris consortio, 53), haciendo descubrir, precisamente en el seno del
hogar, la belleza e importancia del sacerdocio y de la vida consagrada. Los
pastores y todos los fieles laicos han de colaborar siempre para que en la
Iglesia se multipliquen esas «casas y
escuelas de comunión» siguiendo el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret,
reflejo armonioso en la tierra de la vida de la Santísima Trinidad.
Con estos deseos, imparto de corazón la
Bendición Apostólica a vosotros, Venerables Hermanos en el episcopado, a los
sacerdotes, a los diáconos, a los religiosos, a las religiosas y a todos los
fieles laicos, en particular a los jóvenes que con corazón dócil se ponen a la
escucha de la voz de Dios, dispuestos a acogerla con adhesión generosa y fiel.